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Mi Fracaso Personal

EL CLAVO INCRUSTRADO EN LA RUEDA

Ayer pinché una rueda del coche. Me di cuenta cuando llegué al supermercado para comprar el pan, nada más aparcar. No lo había notado en el volante, porque está tan duro que siempre hay que maniobrar con mucho esfuerzo. Tampoco me di cuenta en la dirección del coche, porque dudo que este coche tenga dirección. La cosa es que yo, tan normal, volví a coger el coche con la rueda pinchada para volver a casa. El supermercado queda a unos 20 minutos andando. Ahora, con el coche, desde que me dedico a aprender a conducir y a aparcar, mamá aprovecha y no para de encargarme recados, recados que antes se hacían diariamente sin necesidad de ir en vehículo. Ir al supermercado para comprar el pan, por ejemplo. En casa nunca hemos ido al supermercado a comprar el pan, porque el panadero pasa personalmente por nuestra calle tres veces a lo largo de la mañana. Pero, claro, ahora con el coche es diferente. Hoy le he dicho a mamá que la gasolina vale mucho más cara que el pan, y que las barras del supermercado son congeladas, pero aún así he tenido que ir.

La cosa es que en casa a todos le han entrado una fiebre del coche conmigo. Me dicen a todas horas que tengo que cogerlo más, que cuando me acostumbre a él iré a todos sitios en vehículo, cosa a la que yo no pienso ceder. De estos últimos días, como el volante está tan duro porque hace fricción con el cuadro de las velocidades y chirría todo el rato, se me ha levantado la piel de las palmas de las manos, y me he tenido que comprar una caja de Nivea para bajar la irritación.

Por la tarde hemos intentado cambiar la rueda, aunque yo ni siquiera sabía dónde estaba la de repuesto ni cómo se utilizaba el gato. Tengo alergia a todo lo que tenga que ver con tuercas, hierros y herramientas, pero me iba a enseñar papá, que nunca ha tenido vehículo ni tiene el carné de conducir. Claro, no hemos podido. A lo más que hemos llegado es a encontrar la rueda de repuesto, que estaba oculta debajo del coche. Luego, no podíamos desatornillar la que estaba puesta, y papá se ha ofrecido a utilizar la machota para desenroscarla, cosa a la que, por supuesto, yo me he negado. Así que he tenido que telefonear a A., mi cuñado, que es mecánico y me vendió el coche. Como yo le conté lo de mi padre y la machota, ha venido rápidamente, y ha arreglado el estropicio. Al principio me dijo que la rueda se había roto de rozar todo el rato con los bordillos. Me entró vergüenza al principio, porque unas veces rozo pero otras veces no. Pero cuando ha quitado la rueda tenía un clavo incrustrado. Esto contrastaba con la teoría de mi madre, que decía que tal vez algún vecino me la había rajado con una navaja, y con la de mi padre, que defendía la hipótesis de los bordillos.

Sobre las 19.00 me ha llamado Á., que había venido de Madrid a hacer unas pruebas para trabajar en La Caixa. Íbamos a ir al cine a Puente Genil, pero al final lo hemos descartado, así que hemos ido a cenar. En las últimas semanas he descubierto que ir a cenar es una de mis actividades favoritas, algo que incide especialmente en el constante estado de mi cuenta bancaria en números rojos.

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